Por Manuel Arboccó de los Heros
Psicólogo y escritor
Desde el fondo de la casa se escuchaba el tema “Ven a mi casa esta navidad…” mientras tanto el cuerpo inerte de Julián yacía varios minutos en el suelo del comedor, boca abajo y sin un zapato. Solo su gato, Porras, lo miraba detenidamente como extrañado ante la ausencia de movimiento. Un riachuelo de sangre espesa y de color guinda se empezaba a extender alrededor de su cabeza. La policía encontraría cuatro días después rastros de su cráneo y de tejido encefálico pegados en la pared de la habitación. Habían podido entrar forzando la cerradura, gracias al aviso de Demeterio.
Por segunda vez, el jardinero al no poder ingresar a la casa y no viendo a nadie por la ventana de la sala fue quién llamó a la comisaría pensando que su patrón podría haber tenido un nuevo ataque. Desde el primer infarto, meses atrás, Julián había quedado débil y su humor había decaído considerablemente. Esta nueva situación médica, un problema cardiaco, sumada al diagnóstico de un inicio de párkinson que su neurólogo le brindó en noviembre fueron la gota que rebalsó el vaso de su paciencia y resiliencia. No podía más. Y solo como vivía, lo peor podía pasar algún día.
Había sido militar, Mayor del Ejército, por lo que tenía algunas armas en casa, regaladas en su mayor parte por sus colegas y uno que otro sobón y arribista que lo visitaba cuando llegó a ser viceministro de defensa en el año 1996. Esos años fueron de gran resplandor para su carrera y su familia. Luego la suerte le cambió y tras el divorció se mudó solo y solía sacarlas, revisarlas, desarmarlas y limpiarlas, para volver a armarlas con cierta asiduidad y un particular ritualismo. El día de su muerte se encontró en su dormitorio, algunas de esos artículos que solía emplear para estos trámites.
¿Apretó Julián el gatillo de la escopeta contra sí mismo? Fue la pregunta que se hizo el policía designado como encargado de la intervención; o ¿fue un fatal accidente que le quitó instantáneamente la vida? Difícil saberlo. No había nota de suicidio y horas antes los vecinos lo habían visto risueño ir al supermercado por las compras para la cena de esa noche. En su hermosa mesa decorada había una pequeña fuente de pavo, ensalada, papas doradas y una botella de fino champagne descorchada y tres copas. Al ingresar días después a la escena todo estaba malogrado y pestilente, incluyéndolo a Julián.
La policía finalmente declaró un accidente casero en el manejo del arma; no quería escándalos con un militar distinguido cuya hoja de servicios no solo estaba limpia sino que había sido condecorado por la institución, además del pedido de la familia por respetar el dolor ante lo acontecido y darle cristiana sepultura lo más rápido posible.
Así, la policía facilitó con rapidez todo el trámite con la empresa funeraria.
Pero hubieron un par de detalles sueltos que ninguno de los policías enlazó: Julián llevaba puesta esa fatal noche del 24 una corbata azul oscura, regalo de su esposa, la misma que usó el día de la ceremonia de su pase al retiro. Y en su celular quedaron registradas seis llamadas, sin éxito, a sus dos hijos.
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