Por Manuel Arboccó de los Heros
Psicólogo y escritor
“Si nos regalaran la inmortalidad en la Tierra, ¿Quién querría aceptar este triste presente?”
Jean-Jacques Rousseau
Nació con una mutación genética rarísima. Era el único caso registrado en la historia. No podía morir, pues sus células, tejidos, huesos y todo lo demás se regeneraban mucho más rápidamente que en los demás. Luego de algún corte, lesión o herida, inmediatamente se producía la recuperación y volvía a estar bien.
Si bien no podía enfermar, ni morir, sí envejecía. En cuanto al paso del tiempo era uno más igual que todos, pero lo hacía muy pero muy lentamente. Tenía 142 años y estaba viejísimo, arrugado como una pasa y aburrido hasta la coronilla. Había hecho de todo y ya solo quería descansar, dormir en la eternidad, morir de una vez, pero no podía. En cierto momento de su vida visitó médicos, biólogos, genetistas, psicólogos, religiosos y hasta chamanes y brujos. Recibió variadas explicaciones de lo que le pasaba, todas igualmente válidas, todas igualmente insuficientes.
El asunto es que era un caso único en la historia de la biología humana. Lo visitaron de muchas clínicas y universidades prestigiosas del mundo, le hicieron cien pruebas y doscientos estudios a cambio de generosos pagos. Fue noticia por algún tiempo y apareció en reportajes, noticieros y revistas del corazón. Luego de algunos años todos, hasta los mismos científicos, se desinteresaron del caso. Todo lo que vive también muere, menos él.
En una época incluso adoptó una posición mística creyendo que tenía una misión especial en la Tierra, tarea encomendada por los dioses. Pero no, el asunto era increíble, falto de toda lógica, aunque brutalmente simple: no se deterioraba al punto de enfermar y consecuentemente morir como todos. Se sanaba instantáneamente de cualquier lesión, accidente o infección. De joven, esta condición le pareció fascinante y llena de suerte y posibilidades. Bendijo al cielo y gozaba como loco de todos los placeres y oportunidades que esta invulnerabilidad le brindaba. Pero al pasar las décadas, este agradecimiento se convirtió en reclamo. Estaba harto, cansado y aburrido.
Desesperado y a poco de haber cumplido sus primeros cien años intentó, años atrás, suicidarse. Se arrojó del piso 18 de un moderno edificio de departamentos al que logró colarse cuando el portero se descuidó y si bien se rompió todo el cuerpo, a los pocos segundos se recuperó de la salvaje caída y sentado en medio de la pista lloraba amargamente su desgracia. Maldijo el cielo aquella vez.
Pero poco antes de cumplir los 192 años, lo visitó en su sueño un duende; -ya lo había visitado cuando José era un pequeño bebé- y le dijo al oído algo que, siempre dentro del mismo sueño, lo dejó impactado y seguidamente llenó de paz.
A la mañana siguiente, el viejo José, amanecía –de forma también inexplicable- muerto. Y esta vez para siempre.
Nunca se había visto un cadáver con una sonrisa como la suya.
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