Por Manuel Arboccó de los Heros
Psicólogo y escritor
Eran cuatro hermanas. Todas con hijos. La mayor tenía 21 años y estaba embarazada del tercero; mientras que la mejor apenas había cumplido 16 años y ya tenía cuatro meses de gestación. Había concluido el colegio público, sin honores, hacía medio año. El padre de la criatura era una criatura de terror. Con 17 años y solo primero de secundaria, vendía drogas al menudeo en el barrio y zonas aledañas a este. Trabajaba para un delincuente de mediano nivel y había sido detenido un par de veces, pero la policía solo le había quitado la merca y el dinero de esas ventas. Al ser menor de edad no les interesaba. Cargaba una cuchilla y estaba ahorrando para comprarse una Beretta 92; “y es que faite que se respeta tiene su fierro”, solía decirle John a su embelesada enamorada. Su futuro suegro estaba en el penal y él le había jurado a ella que con sus ganancias “en el trabajo” el próximo mes le contrataba un buen abogado para que lo saque. Vivía en casa de su abuela materna junto a sus dos hermanitos menores (de diferentes padres) que lo tenían como modelo de superación. No había mamá ni papá, la primera se había largado hace años junto a una nueva pareja con la que se fue hasta la selva brasileña; y del segundo solo se sabía que había sido capturado en un ajuste de cuentas por narcotraficantes de la región del VRAEM.
Todo en esa zona estaba mal. Alcoholismo, adicciones, violencia institucionalizada y anomia generalizada. Ahí los valores tradicionales como el respeto, el orden, la justicia, la prudencia y la dignidad eran antivalores. La gente le tenía más miedo a la vida que a la muerte y el famoso Carpe díem se asumía con naturalidad, más por la fugacidad de sus vidas que por argumento filosófico alguno. Allí, la mayoría de los habitantes, sabían que en cualquier momento podían morir o caer en prisión o simplemente reventar por tantos pésimos hábitos alimenticios y el enorme consumo de alcohol y drogas. La vida no valía mucho y todos estaban de acuerdo con ello. La idea era pasar el rato, disfrutar todo lo que se podía mientras se estaba despierto y ver la tele, el opio del pueblo. O en este caso, diríamos mejor la pasta del pueblo. Los menos torcidos trataban de enviar a sus hijos al lúgubre, pero gratuito, colegio del distrito, un plantel siempre a punto de desplomarse. Así mismo, apostaban por algún cachuelo o trabajo semi decente, del cual se retiraban después de un corto tiempo por aburrimiento o explotación para pasar a otro tan mal pagado como el anterior, luego de lo cual también se irían o los echarían, pues ellos se sentían eternamente desterrados. Tenían un historial de expulsiones, del colegio, de la casa y de la vida. Sin estudios superiores ni mayor experiencia laboral de calidad, y sin oportunidades reales, el futuro era tan incierto como el clima de Lima.
Así pasaban sus días y noches. Generalmente sin mayor ocupación, dejando pasar el tiempo, reuniéndose a beber, comer y consumir trago y esperando la oportunidad para llevarse algo como cuando un camión de gaseosas se detenía por un desperfecto del motor y era asaltado, o cuando algún desafortunado tráiler que se dirigía al puerto se volcaba. Aparecían como pirañas –nunca se sabía cómo se pasaban tan rápido la voz- y se llevaban todo lo que podían, y cuando decimos todo era todo; desde el contenido del tráiler hasta el celular y billetera del chofer y algún otro tripulante. La policía, casi siempre lenta e ineficiente en nuestro país, llegaba cuando ya habían desaparecido y el delito estaba consumado. Sin mayores operativos, por inercia y desidia sistemática, los pillos se salían con la suya y los agraviados, que quedaban asustados y frustrados, jamás verían de regreso lo perdido.
Imagen tomada de la web. Disponible en: https://n9.cl/49ntx
Les cuento que la misma noche del último asalto (con una Beretta 92 de estreno, a una furgoneta que –distraída- pasó lentamente por las inmediaciones del lugar) y mientras John y su familia comían pizza, contaban la hazaña, reían y veían la tele ya cómodos en casa, salía en el noticiero un psicólogo social hablando de la importancia de la educación emocional y del aprendizaje de valores en los niños. Letra muerta.
Durante toda esa semana solo se habló en el barrio de ese limpio y preciso trabajito realizado. John empezaba a crecer en popularidad y admiración y su próximo suegro ya tenía un abogado que lo sacara de la cana.
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