Por Manuel Arboccó de los Heros
Psicólogo y escritor
Caico era un morenaje que jugaba a la pelota como los mil dioses. Por esas cosas que tiene la vida nunca llegó a ser jugador profesional. Con su metro noventa y esa delgadez –producto de la pobreza más que de la genética- se parecía más a Alejandro Villanueva que a cualquier otro, pero debía su apodo a una jugada muchos años atrás en la canchita del barrio donde evitó un gol del equipo contrario metiendo la cabeza como último recurso. El jugador rival estando muy cerca del arco y sin imaginarse tamaña inmolación de Caíco le dio a la pelota con tanta fuerza que su pie remeció el balón junto al cráneo y la masa encefálica del inesperado defensor al punto que lo mandó inconsciente, y por primera vez, a la sala de emergencia del Hospital Casimiro Ulloa. A partir de ahí nació el alias de Caico para los amigos.
Pero lo que hoy quiero recordar no es el pasado deportivo de Antonio Javier Calvo Hinostroza, o simplemente Caíco, sino su presente como portero del Casino “Las Vegas de Carabayllo”; como si algún karma lo siguiera, hoy no evitaba goles rivales sino las actividades ilícitas de los dueños de lo ajeno.
Es sabido que ciertas personas ven en los casinos maneras incorrectas de hacerse de algún dinero, ya sea haciendo trampa en los juegos, palanqueando las máquinas, tomando algún celular o bolso de un distraído asistente e incluso llevándose algo de cierto valor del inmobiliario del lugar. Pero para eso estaba Caico que con su altura superlativa y su mirada asesina cuando se enojaba intimidaba hasta al más bravo o a la más loca escandalosa.
El 31 de octubre de este año, durante las celebraciones por Halloween en el casino, una mujer gordaza ingreso media bebida al local a eso de las 11:35pm. Llevaba una cartera grande que parecía pesada y enrumbó a una de las máquinas tragamonedas del fondo. Aprovechando los bocaditos y licores de cortesía que muchos casinos invitan solicitó a la anfitriona más trago y comida que lo que jugaba. Llevaba casi una hora y solo había apostado fichas por un valor de 10 miserables soles, pero había pedido cubalibres y sanguchitos de pollo por un equivalente mucho mayor. Desde una de las cámaras de videovigilancia los inspectores, que solían centrarse en las chicas más guapas y sexis, los borrachos graciosos y los clientes sospechosos, ubicaron a esta voluminosa criatura y por medio del walkie-talkie solicitaron una delicada pero firme intervención de los señores porteros quienes poseían un chaleco amarillo que decía seguridad. Informado Caico de lo ocurrido se acercó inmediatamente a la mujer que seguía apretando con insistencia el botón de llamada para solicitar un nuevo cubalibre o un chilcano o lo que hubiera pero que tenga alcohol “y bien power señorita”. La simpática anfitriona fue avisada de ya no ofrecerle nada y tomar una distancia prudente de aquella mujer que poco a poco iba transformándose en una bestia energúmena.
¡Señora, muy buenas noches, a nombre del Casino Las Vegas le solicito tenga a bien ya no pedir más servicio por cuanto ha excedido lo que se ofrece a los clientes!, le señaló muy formalmente Caico. ¡La invito a seguir adquiriendo más fichas por un monto mayor a los 50 soles y se le volverá a permitir hacer un nuevo pedido, caso contrario puede retirarse ya de las instalaciones, y le damos las gracias por su visita!
La mujer muy ofendida, que entre el licor que ya traía bebido consigo antes de ingresar más lo que chupó en el casino y sumado a cierta vulgaridad y embrutecimiento normal en ella, miró fijamente durante varios segundos a Caíco y tras levantarse torpemente dijo gritando ¡PUES ME VOY DE ACÁ! Y cogiendo fuertemente su plúmbea cartera, la dirigió con mucha velocidad y odio a la parte posterior de la cabeza de nuestro amable Caíco, quien por un descuido y exceso de confianza dejó de mirar a la señora lo que ella aprovechó para realizar el feroz ataque por la espalda.
Arturo Javier Calvo Hinostroza, o simplemente Caíco, ingresaba media hora después, por segunda vez en su vida, a emergencias del Casimiro Ulloa, conmocionado aunque esta vez no inconsciente y más bien sereno por la labor cumplida –había seguido los protocolos y ahí estaban las cámaras que registraron el ataque- aunque con un dolor de mitra de la putamadre. ¿Qué llevaría dentro de esa cartera? se preguntaba adolorido al tiempo que la camilla era llevada por el enfermero para el examen tomográfico de rutina.
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