Por Manuel Arboccó de los Heros
Stanley Milgram (1933-1984) fue un psicólogo estadounidense que estudió, en la década de 1960, la obediencia a la autoridad. Para eso, ideó una interesante situación experimental: empleó voluntarios a quienes hizo creer que participarían en un experimento psicológico sobre aprendizaje, memoria y dolor; a unos les tocaba el papel de “evaluadores” y dejó a un segundo grupo de “cómplices” de Milgram como “evaluados”.
Stanley Milgram. Imagen tomada de:
El trabajo consistía en evaluar a un sujeto que, estando en una sala contigua, debía responder por micrófono a una serie de preguntas de un test. Cuando el evaluado cometía un error, el “evaluador” debía aplicar –vía un dispositivo mecánico– una descarga eléctrica que iba desde intensidades pequeñas hasta grandes voltajes. La descarga iba directo a la mano del “cómplice”, que se quejaba del dolor causado. Por supuesto que no se enviaba ninguna descarga eléctrica, todo era simulado, pero los participantes lo ignoraban.
Lo que quería estudiarse era hasta qué punto una persona continuaba el experimento aplicando como castigo descargas eléctricas que iban aumentando peligrosamente de intensidad, inclusive con señales de peligro en el tablero de mando, tan solo porque una autoridad –en este caso, un psicólogo– se lo solicitaba.
Previamente, los participantes habían sido entrevistados para descartar a personas con problemas psicológicos, pues es entendible que alguien con rasgos sádicos o psicopáticos bien podía hasta gozar de un ejercicio así. No. Las personas eran individuos, digamos, normales. Los participantes eran personas de entre 20 y 50 años, con diferentes niveles de educación.
Antes de realizar el experimento, Milgram consultó a especialistas en psicología qué porcentaje de personas podrían continuar el experimento hasta el final, es decir, hasta aplicar descargas muy altas como castigo (hasta 450 voltios). Se estimó que, de pronto, lo harían entre 1% y 5% o, como máximo, 10%. Grande fue la sorpresa cuando más de la mitad de los participantes terminaron el experimento, claro que no muy a gusto. Sobre este último punto, Milgram narra que veía cómo gente adulta titubeaba, le hacían preguntas sobre el sujeto en la otra habitación, se mostraban ansiosos, se demoraban en seguir el experimento, volteaban, estaban inquietos, pero finalmente seguían la orden dada por él y esto a pesar de que eran voluntarios y no estaban obligados, por ninguna razón, a continuar hasta el final. Cierto es que una buena parte de los voluntarios se detuvo y dio por terminado el ejercicio antes de llegar a enviar castigos con voltajes altos, pero más de la mitad siguió –a pesar de la incomodidad– con la intención de cumplir la orden dada.
Este experimento demuestra que, a pesar de la incomodidad o un criterio diferente, mucha gente puede cumplir órdenes que van en contra de lo que considera correcto o apropiado, siempre y cuando una autoridad (respetada, admirada o temida) lo solicite.
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